Un joven a quien si tuviera yo una editorial le publicaría algún texto de ficción me preguntó, más o menos, qué onda la edición digital. Y yo escribí esto, entre ePubs y correcciones.
Muchas editoriales están pateando en la misma pista, una pista cuyas transiciones aún no se ven nítidas bajo los reflectores de hoy, pero que les permite a los editores (y a los autores) patinar con la certeza de que la edición digital abre un nuevo camino, es más: abre muchos caminos posibles para llegar a los lectores. Y esas editoriales van desde las más pequeñas (de poesía y literatura), pasando por los proyectos de publicación nativos digitales (aquellos que comenzaron publicando en cd-rom, pdf y websites) y las universidades públicas, hasta los grandes grupos, que tienen decenas de sellos y miles de títulos en su catálogo. (Paréntesis: el caso de la publicación digital universitaria merece un punto aparte: podría ser la vanguardia y tirar pruebas, desafíos, y experimentar, en todo sentido, pero se le complica porque llegó tarde a entender ciertas cuestiones económicas, financieras y culturales de la industria editorial, y todavía está regulando.)
Si nos deslizamos sobre el universo de la publicación de libros y la zona electrónica-digital, se puede jugar con varias ideas o pensamientos que surgen de muchísimos debates, lecturas y observaciones sobre lo que pasa acá y en otros países, en los que, según se dice, el paradigma digital es “maduro” (sobre todo por la disponibilidad de readers y tablets de marcas, calidades y precios diferentes, y también por la diversidad de tiendas y de bibliotecas desde donde descargar los ebooks). Algunas de esas ideas para rumiar son:
(1) que la gente sí lee, pero no compra libros;
(2) que es necesario –para que este nuevo modelo de distribución de contenidos sea afortunado– afianzar, o incluso crear, lazos de confianza entre los lectores y los editores, los autores, y todos los agentes que participan en la industria (en especial, libreros y distribuidores);
(3) que los contenidos son sociales y todos tenemos derecho a su acceso, offline, y sin monitoreo;
(4) que la cadena de valor que existe en el libro de papel (esas marcas tangibles de la fuerza del trabajo) también se vea reflejada en la producción electrónica: los saberes, las técnicas y buenas prácticas que hacen al oficio editorial único en su especie, y que nosotros, jóvenes, debemos depurar, refinar y salvaguardar para seguir haciendo los mejores libros posibles;
(5) que las editoriales con menores recursos también puedan acceder a este –al fin y al cabo no tan nuevo– ámbito, en conjunto con los libreros, y
(6) que la gente pueda tener libros digitales en formatos de archivo no privativos, con dispositivos baratos y no encadenados a las inmensas empresas del hardware.
Entre otras tantas y complicadas reflexiones, se incluyen el DRM y las condiciones materiales de comercialización (el “negocio”, pero también la compra, la descarga y la usabilidad de esos ebooks con encriptamiento [DRM] o sin él), los derechos de los lectores (el préstamo y la libre lectura en cualquier plataforma), la propiedad intelectual y los derechos de autor, el rol y los apremios de los editores (por recuperar o intentar recuperar la inversión realizada en la publicación de las obras y obtener alguna rentabilidad, porque son empresas); todo sumado a la lluvia de bytes que habrá, o no, disponible en la web...
(2) que es necesario –para que este nuevo modelo de distribución de contenidos sea afortunado– afianzar, o incluso crear, lazos de confianza entre los lectores y los editores, los autores, y todos los agentes que participan en la industria (en especial, libreros y distribuidores);
(3) que los contenidos son sociales y todos tenemos derecho a su acceso, offline, y sin monitoreo;
(4) que la cadena de valor que existe en el libro de papel (esas marcas tangibles de la fuerza del trabajo) también se vea reflejada en la producción electrónica: los saberes, las técnicas y buenas prácticas que hacen al oficio editorial único en su especie, y que nosotros, jóvenes, debemos depurar, refinar y salvaguardar para seguir haciendo los mejores libros posibles;
(5) que las editoriales con menores recursos también puedan acceder a este –al fin y al cabo no tan nuevo– ámbito, en conjunto con los libreros, y
(6) que la gente pueda tener libros digitales en formatos de archivo no privativos, con dispositivos baratos y no encadenados a las inmensas empresas del hardware.
Entre otras tantas y complicadas reflexiones, se incluyen el DRM y las condiciones materiales de comercialización (el “negocio”, pero también la compra, la descarga y la usabilidad de esos ebooks con encriptamiento [DRM] o sin él), los derechos de los lectores (el préstamo y la libre lectura en cualquier plataforma), la propiedad intelectual y los derechos de autor, el rol y los apremios de los editores (por recuperar o intentar recuperar la inversión realizada en la publicación de las obras y obtener alguna rentabilidad, porque son empresas); todo sumado a la lluvia de bytes que habrá, o no, disponible en la web...
“[E]n el arcaico, pero de moda, negocio de la edición de libros”, tal como escribió William Gibson en los ochenta (Count Zero) de un modo ciertamente distópico y no menos apocalíptico, lo que resuena arcaico (además de, claro, la idea de “negocio”) es la idea de libro como soporte; pero el libro no es sino su contenido y ese contenido debe poder llegar a más personas cada vez, en los lugares más disímiles y alejados del mundo, o acá a la vuelta o en todo el territorio del país, y este es el momento: la edición digital lo permitiría. Escrito sin ánimo de exhaustividad, la edición digital ofrece más oportunidades de publicación, quizás a menores costos, y a menor precio. La edición digital podría simplificar el acceso a la información (muchos leerán en su celular, en su netbook o su computadora, y en tal o cual reader o tablet). La edición digital revitaliza catálogos, puesto que permite volver a editar obras antes inconseguibles y, además, poner a disposición otras más arriesgadas e innovadoras. La edición digital renueva, obviamente, las experiencias de lectura y añade, incluso, una esfera social distinta, cuando se comparten los comentarios o los pasajes de los libros a través de las redes que algunas empresas están desarrollando a ese efecto...
El libro en papel, dicen algunos, será un privilegio, cada vez más oneroso y para ciertas minorías, y acaso ya lo viene siendo. No resulta utópico ni desmesurado, pues, que todos nosotros queramos leer, aprender, crear, imaginar con palabras escritas y con imágenes y sonidos en el soporte que sea, siempre perfectible, dentro de una cultura libre y sin restricciones. Entonces que avancen los ebooks, que también los libros tal como los conocíamos perduren y lleguen a nuestras manos, dentro de un mundo de la edición y una industria cultural con sus propias –propias– reglas, tiempos y fantasías realizadas. Y que haya más libros para más. Urge seguir pensando y haciendo, porque hay muchas cosas por resolver e inventar todavía.
Así es como lo vivimos muchos de los que trabajamos (que nos sustentamos intelectual y económicamente) con la producción de libros. Y formar parte de una nueva generación de editores y de trabajadores editoriales hoy exige aguzar las competencias, no solo tecnológicas, sino también –aunque suene redundante– textuales, gramaticales y de mundo: “hablar es fácil, mostrame el código”, es una frase (robada de la programación informática) que nos podría diferenciar con respecto a los agentes que no vienen de la industria de la edición pero que están incursionando en ella. Nosotros conocemos el código, venimos de los libros (contenidos) y vamos hacia los libros (contenidos), en los formatos existentes y por crearse –como empiezan a cranear los contratos de edición–, y todo con la mente abierta y despierta. En lo posible.